Tuve una vida intensa. Viví,
amé, odié, reí, lloré, rompí algún corazón y también rompieron el mío. Lo
normal en cuarenta años de vida. Mi muerte fue estúpida: un resbalón en la
ducha y todo se acabó. Eso sí, aún muerta estaba guapísima, al menos no tuve que
pasar por la amargura de la vejez.
Ahora resulta difícil
adaptarme a mi nueva vida. Soy una planta y ni siquiera sé cuál, los que me
riegan no se ponen de acuerdo. Qué ganas de que llegue el lunes a las ocho de
la mañana y volver a oír los cotilleos, las intrigas de los trepas, los gritos
del jefe, los teléfonos sonando, los curritos estresados intentando llegar a la
fecha límite…